Hace unos días, mantuve una conversación con alguien que viajaba a un conocido país asiático para pasar la Navidad con una comunidad de religiosos de su orden. Hablamos, naturalmente, de cómo se celebra la Navidad en una cultura mayoritariamente budista. Según parece, en esta aldea global, la Navidad es noticia en todo el mundo, sin embargo, en una zona rural del país del que os hablo no tiene ningún relieve público. Eso significa que la Navidad queda reducida al acontecimiento que viven en la fe los pocos católicos que hay en esa zona. Es natural que así sea, porque la presencia del cristianismo es tan minoritaria que aún no influye en la cultura y en la vida social de esos pueblos.
¿Por qué digo esto? Pues, sencillamente, para que valoremos lo que tenemos, y para que comprendamos que hemos de saber vivir y, sobre todo, manifestar la Navidad, a ser posible en estado puro. A nosotros nos sucede lo contrario que a los de ese país asiático al que me refiero: vivimos la Navidad con tal influencia externa que, en ocasiones, queda adulterada y pierde su singularidad más auténtica. Nuestra Navidad no es distinta de la que celebran los católicos de ese país y de otros de culturas similares; es exactamente igual a la de ellos. Lo que sucede es que a nosotros nos sobra mucho de lo que a ellos les suele faltar. Por eso, para llegar hasta el fondo de la Navidad hemos necesariamente de purificar el paisaje navideño.
En nuestro empeño de buscar lo esencial de la Navidad hemos de situarnos en lo que nos dice la Sagrada Escritura, sobre todo el Evangelio, en lo que celebramos en la liturgia de la Iglesia, en lo que sucede en nuestros corazones y, también, en cómo la han vivido y cantado tantas bellas y profundas tradiciones del legado de la sabiduría religiosa del pueblo cristiano. Sólo, de ese modo, llegaremos a encontrar la Navidad en perfecto estado. No queremos que la Navidad se aísle, por supuesto, porque haber logrado que se celebre familiar y socialmente es muy importante y pertenece a la misión del cristianismo, pero sí es necesario que todo se centre en la celebración de la Natividad del Señor, es decir, que todo vuelva a lo esencial del Misterio.
La nuestra ha de ser hoy una Navidad de testigos. Tenemos que decir, cantar, proponer y ofrecer la Navidad porque la hemos encontrado como nuestro tesoro, y vivimos en ella y de ella. Y en estos tiempos hemos de hacerlo sin dar por supuesto que cuantos nos rodean saben con certeza lo que celebramos. Si montamos Nacimientos, organizamos actividades, cantamos villancicos, además de gozar y alegrarnos, ha de ser para motivar el significado de los acontecimientos navideños y exponer con claridad las razones por las que la Navidad nos hace felices. Sobre todo, hemos de recordar las mismas de quien la montó por primera vez, después de haberla preparado durante siglos. En esto, seguramente, nos ganan los de ese país del que os he hablado; ellos quizás se remonten más fácilmente que nosotros a la Navidad que quiso el mismo Dios. Esa es la Navidad en estado puro, la de la voluntad amorosa y salvadora de Dios. A la nuestra le cuesta mucho presentarse así; hemos de reconocer que los adornos se han comido un tanto la esencia navideña.
Es por eso que hemos de hacer una Navidad que provoque, que diga que Dios está entre nosotros, que en el mundo ha aparecido Jesucristo, su Hijo y ha puesto su casa en nuestras ciudades y nuestros pueblos para estar cerca de los que le necesiten y le busquen. Hoy, hemos de hacer una Navidad que evangelice, que realmente sea buena noticia, que toque el corazón humano y afecte a sus necesidades más profundas. Una Navidad que diga lo que Dios hizo, y no sólo manifieste lo que nosotros hemos hecho de ella. Nuestra Navidad tiene que sonar, oler, gustar a la que organizó el Padre Dios, con los recursos del Espíritu Santo, para el envío de su Hijo al seno familiar de la vida de ese matrimonio entrañable, María y José, que tan bien supo hacer lo que se le encomendaba. Sólo así la navidad será buena noticia para todos y, especialmente para los pobres de la tierra, que nunca se equivocan en lo que esperan porque ellos nada tienen.
Para eso hemos de rescatar la navidad sacándola de cierto envoltorio pagano y hacer, sobre todo, la navidad de la fe que se estremece ante el misterio de un amor divino y humano. Sólo esa navidad nos alentará a amar la pobreza encarnada del Niño Dios y hará que la alegría que Jesús trae al mundo sea el don buscado, deseado y ofrecido por muchos en esta humanidad esperanzada, en la que puede de verdad haber alegría, paz y amor, los dones que nos trae el Niño Dios.
Feliz Navidad 2017 a todos y que en el año 2018 todo siga para nosotros tal y como ahora lo vemos y añoramos.