En estos tiempos no es fácil encontrar el clima que se necesita para vivir el Adviento. Aunque ya hay por todas partes signos que hablan de él o de algo que se le parezca, sin embargo, siendo estos llamativos, luminosos y en algunos casos hasta bellos, no aciertan a tocar lo esencial del significado de este tiempo; pero es lo que hay. Los cristianos, sin embargo, sí hemos de saber encontrar lo que realmente se celebra en medio de todo lo que nos anuncian los centros comerciales y también las luces de la ciudad, aunque, estas sí, suelen actuar más a tiempo con nuestro periodo de Adviento.
Para encontrar el verdadero significado de este tiempo de espera, necesitamos hacer algo importante y necesario: hemos de entrar de lleno en nosotros mismos y en la vida de la Iglesia, aunque sin dejar de mirar hacia el exterior, porque no hay interioridad verdadera sin que se refleje en la fraternidad con aquellos en los que el Señor se nos hace presente. En efecto, en Adviento necesitamos intimidad espiritual; hay que ilusionarse con encontrar a Aquel que está entre nosotros con una presencia muy activa en beneficio nuestro; aunque aún sea una presencia que es un Sí, pero todavía No.
A ninguno de nosotros se nos oculta que la Navidad es celebrar lo que desde la primera vez sigue cada día sucediendo: la presencia encarnada y salvadora de Jesucristo, que es ahora resucitada y está a la derecha del Padre hasta su vuelta definitiva al final de los tiempos. Esa es nuestra buena noticia. Por eso nuestra vida cristiana es siempre un Maranatha (ven Señor Jesús). Celebrar el Adviento significa despertar de nuestro sueño para actualizar esa presencia maravillosa de Dios en nosotros. Hemos de aprender que no hay alegría más luminosa para el hombre y para el mundo que la gracia que ha aparecido en Cristo Jesús, el Señor.
Una vez que el Adviento se asienta en nosotros, a cada uno se nos encomienda que, por medio de nuestra fe, esperanza y amor hagamos presente en el mundo a Jesucristo encarnado y salvador. Sobre todo, se nos pide que hagamos brillar su luz en las noches oscuras de cada otoño de nuestra vida y de la vida del mundo. No les falta razón a los que entienden que el Adviento y la Navidad son, sobre todo, luz. De ahí que en la intimidad interior de cada uno de nosotros hemos de poner luz, porque seguramente habrá muchos rincones que necesiten encontrar la luz de la gracia. Por eso, no lo olvidemos: el mejor encendido de nuestra vida, en estos días de luz navideña, será el que nos ilumine con la luz de Cristo, que cambia nuestro pecado, cualquier pecado, en gracia. Eso es imprescindible. Porque si andamos como hijos de la Luz atraeremos hacia su resplandor.
La luz de Cristo quiere también iluminar la noche del mundo por medio de nosotros. Por eso, en el Adviento hemos de invocar la presencia misteriosa y salvadora de Jesucristo, luz del mundo. “Luz que te entregas, Luz que te niegas; a tu busca va el pueblo de noche, ilumina sus sendas”. Aprovechemos pues el Adviento, que no es largo, pero sí es muy intenso, para encontrar la luz con la Palabra de Dios y con el testimonio de Juan el Bautista y de María, la Madre del Mesías esperado. El Adviento es tiempo oportuno para darle una buena dirección a nuestra mente y a nuestro corazón y así disponernos para percibir la presencia de Dios, por Jesucristo, en el mundo concreto en el que vivimos.
Como habréis podido comprobar he titulado esta carta como “Adviento olivarero”. Nuestro Adviento será una oportunidad para descubrir que Dios se hace presencia entre nosotros en unas circunstancias muy especiales: mientras estamos ocupados en sacarle lo mejor a nuestras olivas. Y cuando digo lo mejor, lo digo en todos los sentidos. Como dice nuestro poético himno, el paisaje de nuestra tierra nos configura, nos hace “aceituneros altivos”. Este calificativo se ha convertido en un emblema para nuestra sensibilidad y, por supuesto, también lo ha de ser para la sensibilidad de los cristianos giennenses. Con él se nos invita a levantarnos ante todo lo que impida nuestra dignidad, que siempre tiene su raíz opresora en el pecado. El Adviento es un estímulo para levantar la cabeza ante todo lo que nos impida esclarecer el misterio del hombre, la verdad más auténtica del ser humano; esa verdad que siempre se autentifica en el misterio de Jesucristo.
Esperar a Jesucristo, en efecto, nos hará mejores a cada uno de nosotros; y así hará mejor todo lo que hagamos en esta recogida otoñal del fruto de nuestros sesenta y seis millones de olivos. Este Adviento olivarero nos ha de hacer, por supuesto, más felices, pero también más dignos, más justos, sobre todo en el modo de ejecutar este trabajo temporero que tiene tantos matices, en posibilidades y bienes, pero también en justicia social y solidaridad. Si Dios anda entre las olivas, nuestro Adviento se encaminará hacia la Navidad que todos deseamos: la que nos dé el mejor aceite para nuestro cuerpo y nuestra alma.
Con mi afecto y bendición.
+ Amadeo Rodríguez Magro, Obispo de Jaén