1. Desde hace tiempo me ronda la idea de escribir una carta sobre cómo recibir, al comulgar, el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Es evidente que la Comunión hay que vivirla con la misma intensidad espiritual que la escucha de la Palabra de Dios o la Consagración. En cualquier momento de la celebración eucarística nuestra participación tiene que ser plena, consciente, activa y fructuosa.
Desde que estoy entre vosotros como vuestro Obispo tengo la impresión que, al menos en lo que yo percibo, en general es muy bueno el modo con que se participa en la Eucaristía en nuestras comunidades. Son muchos los gestos y las actitudes que tengo la oportunidad de observar, como la actitud de escucha, el silencio y, de un modo especial, el sentido de adoración que se manifiesta en el momento de la Consagración. Entonces, una mayoría de fieles se hincan de rodillas ante el Santísimo Sacramento.
Sin embargo, tengo que decir que me disgusta cómo algunos se acercan a comulgar y cómo vuelven a sus asientos, los que han recibido el Cuerpo del Señor. No sé que sucede, pero, llegado ese momento de la Comunión, hay una especie de desconcierto en el Templo, con lo que se da la impresión de que algunos de los presentes no son conscientes de lo que está sucediendo en ellos, para ellos y también para todos los que participan en la Misa. Parece que se olvidan de lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a no formar más que un solo cuerpo (cf 1 Co 12,13)”.
2. En lo que se refiere al modo de comulgar, sin que me atreva a juzgar las actitudes interiores, en el modo de poner sus manos o su boca se refleja que aparentemente no valoran adecuadamente la presencia real y sacramental de Jesús en el Pan Eucarístico. No siempre en las manos que reciben al Señor se percibe aquello de que “la mano izquierda ha de ser un trono para la mano derecha, puesto que ésta debe recibir al Rey”, como dijo San Juan Crisóstomo. Entiendo que había que educar con cierta frecuencia, sobre cómo se ha de recibir el Cuerpo de Cristo. Es evidente que lo que importan son las actitudes espirituales que adoptamos; pero las formas son también importantes y hay que orientarlas; sobre todo cuando perciben hábitos muy poco correctos y además da la impresión de que muy arraigados. Para tratar al Señor hemos de poner lo mejor de nosotros mismos.
Quizá, para educar el modo de comulgar, bastaría con que participáramos adecuadamente en los ritos de preparación. Como se puede observar, el sacerdote se prepara interiormente con una oración íntima que ya es una invitación a toda la asamblea a ponerse en actitud de espera del Cuerpo y la Sangre del Señor que se va a recibir. La actitud que habría que cuidar en la preparación para comulgar debería de ser la gratitud por el don que el Señor nos regala; es Él quien viene a nosotros. Y con la gratitud el deseo profundo de recibirlo en nuestra vida.
3. Una vez que el sacerdote comulga, enseguida invita a los fieles a participar en el banquete eucarístico con una fórmula que es anuncio de una buena noticia: se nos invita a participar en las bodas del Cordero, a pregustar en la comunión la vida eterna. Por eso nos dice: “dichosos los invitados a la cena del Señor”. Al comer el Cordero Pascual, éste entra en nosotros en un acto de amor y nos hace uno con Él, al tiempo que nos une entre nosotros como Iglesia. De ahí que cuando el sacerdote al darnos la comunión nos dice “el Cuerpo de Cristo”, nosotros respondemos “amén”, le estamos diciendo: “Si quiero, acepto, deseo que unas tu vida a la mía”. Jesús transforma nuestra pequeña y débil vida en su misma vida divina. Es por eso que, ante la presentación del Pan Eucarístico como el Cordero de Dios, nosotros respondemos con una profunda humildad: “Señor, yo no soy digno de que entes en mi casa, pero una Palabra tuya bastará para sanarme”. Todo esto es evidentemente tan sublime que, o se toma en serio o corremos el peligro de banalizar lo que, por gracia de Dios, enriquece y renueve nuestra vida.
4. Después de comulgar hay que encontrarse con Jesús en intimidad, por eso, es imprescindible el silencio que nos permita un diálogo con él. Ese momento es la gran oportunidad para un encuentro que fortalezca nuestra fe, nos arraigue en la oración y nos oriente en nuestra misión, la que hemos de realizar tras alimentarnos de la Eucaristía. Sin embargo, por el tono revoltoso o distraído que se nota en el ambiente, es evidente que eso en algunos casos no está sucediendo. A veces, da la impresión de que en la comunión empieza a acabarse la Misa y de que ya no sucede nada para muchos. Yo propongo que se eduque con unas buenas catequesis mistagógicas a cómo encontrarse con el Señor tras comulgar. Es importante que se recuerde que es tiempo de rezar; y para eso se pueden indicar algunos argumentos sobre los que hablar con el Señor y algunas oraciones que nos podrían ayudar en ese dialogo con Jesús Eucaristía.
Normalmente en la liturgia ese tiempo de después de la Comunión es de silencio meditativo, que además debería ser más prolongado de lo que lo hacemos. El silencio no es incompatible con el canto; sin embargo, no siempre los coros colaboran al clima de adoración y contemplación que se necesita. Se puede cantar durante la Comunión y en la acción de gracias, pero no hay que evitar algunos hábitos ya adquiridos: no hay que tener prisa en comenzar el canto, tampoco es necesarios estar cantando durante todo el tiempo de distribución de la comunión y, por supuesto, no siempre hay que cantar en la meditación de acción de gracias. Si se canta, los cantos tanto en el tono de la música y, sobre todo, en la letra han de invitar a la oración. Todas las canciones de la Comunión deberían de ser eucarísticas y orantes. El ritmo o la letra de algunas rompe con demasiada frecuencia el tono espiritual que ese momento debe de tener y alteran la necesidad de oración que tiene la asamblea.
5. Ni que decir tiene que hasta ahora me he dirigido sobre todo a los que comulgan; pero hay muchos que participan en la Eucaristía y no pueden comulgar, o bien porque no están bien dispuestos, es decir, porque necesitándolo no se han confesado; o bien porque sus circunstancias personales, aunque lo deseen, no les permite acercarse a recibir la Comunión. Para estos el tono espiritual ha de ser el mismo que para los que comulgan; también ese momento de la celebración de Eucaristía es tiempo de oración y de intimidad con Jesús Sacramentado, si bien su comunión es “spiritual”. Por eso es tan necesario que los que comulgan den ejemplo de lo maravilloso e importante que es recibir a Jesús sacramentalmente. ¿Cómo van a desear recibirle los que no pueden, si los que comulgan le tratan con tanto descuido? ¿Cómo van a tener pudor de recibirle los que no pueden, si los que los lo hacen se acercan a comulgar tan a la ligera? Comulgar espiritualmente significa unirse a Jesucristo presente en la Eucaristía, aunque no recibiéndolo sacramentalmente, sino con un deseo que proviene de una fe animada por la caridad.
6. Como veis, he utilizado un tono sencillo y espero que claro para intentar orientar mejor lo que deberíamos hacer y cómo hacerlo. Me gustaría que todos os quedéis con esto: cuidemos con mucho esmero la comunión, nos va mucho en cada oportunidad que tengamos de recibir a Jesús: nos va la fortaleza, la autenticidad, la radicalidad de todos los demás aspectos de nuestra vida cristiana. Los santos siempre entendieron que todos hemos de recorrer un camino: de la Eucaristía a los pobres y de los pobres a la Eucaristía (Beata Matilde del Sagrado Corazón).
Con mi afecto y bendición.
+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén