Con motivo del Congreso Internacional sobre Catequesis, que se ha celebrado del 11 al 14 de julio en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina de Buenos Aires, el Papa Francisco ha querido estar presente, de alguna manera, mediante un mensaje dirigido a Monseñor Ramón Alfredo Dus, Arzobispo de Resistencia y Presidente de la Comisión Episcopal de Catequesis y Pastoral Bíblica.
A Su Excelencia Mons. Ramón Alfredo Dus, Arzobispo de Resistencia, Presidente de la Comisión Episcopal de Catequesis y Pastoral Bíblica
Querido hermano:
Un cordial saludo a vos y a todos los que participarán en los diferentes encuentros de formación que ha organizado la Comisión Episcopal de Catequesis y Pastoral Bíblica.
San Francisco de Asís, cuando uno de sus seguidores le insistía para que le enseñara a predicar, le respondió de esta manera: «Hermano, [cuando visitamos a los enfermos, ayudamos a los niños y damos comida a los pobres] ya estamos predicando». En esta bella lección se encuentra encerrada la vocación y la tarea del catequista.
En primer lugar, la catequesis no es un «trabajo» o una tarea externa a la persona del catequista, sino que se «es» catequista y toda la vida gira entorno a esta misión. De hecho, «ser» catequista es una vocación de servicio en la Iglesia, lo que se ha recibido como don de parte del Señor debe a su vez transmitirse. De aquí que el catequista deba volver constantemente a aquel primer anuncio o «kerygma» que es el don que le cambió la vida. Es el anuncio fundamental que debe resonar una y otra vez en la vida del cristiano, y más aún en aquel que está llamado a anunciar y enseñar la fe. «Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio» (Evangelii Gaudium, 165). Este anuncio debe acompañar la fe que está ya presente en la religiosidad de nuestro pueblo. Es necesario hacerse cargo de todo el potencial de piedad y amor que encierra la religiosidad popular para que se transmitan no sólo los contenidos de la fe, sino para que también se cree una verdadera escuela de formación en la que se cultive el don de la fe que se ha recibido, a fin de que los actos y las palabras reflejen la gracia de ser discípulos de Jesús.
El catequista camina desde y con Cristo, no es una persona que parte de sus propias ideas y gustos, sino que se deja mirar por él, por esa mirada que hace arder el corazón. Cuanto más toma Jesús el centro de nuestra vida, tanto más nos hace salir de nosotros mismos, nos descentra y nos hace ser próximos a los otros. Ese dinamismo del amor es como el movimiento del corazón: «sístole y diástole»; se concentra para encontrarse con el Señor e inmediatamente se abre, saliendo de sí por amor, para dar testimonio de Jesús y hablar de Jesús, predicar a Jesús. El ejemplo nos lo da él mismo: se retiraba para rezar al Padre e inmediatamente salía al encuentro de los hambrientos y sedientos de Dios, para sanarlos y salvarlos. De aquí nace la importancia de la catequesis «mistagógica» que es el encuentro constante con la Palabra y con los sacramentos y no algo meramente ocasional previo a la celebración de los sacramentos de iniciación cristiana. La vida cristiana es un proceso de crecimiento y de integración de todas las dimensiones de la persona en un camino comunitario de escucha y de respuesta (cf. Evangelii Gaudium, 166).
El catequista es además creativo; busca diferentes medios y formas para anunciar a Cristo. Es bello creer en Jesús, porque él es «el camino, y la verdad y la vida» (Jn 14, 6) que colma nuestra existencia de gozo y de alegría. Esta búsqueda de dar a conocer a Jesús como suma belleza nos lleva a encontrar nuevos signos y formas para la transmisión de la fe. Los medios pueden ser diferentes pero lo importante es tener presente el estilo de Jesús, que se adaptaba a las personas que tenía ante él para hacerles cercano el amor de Dios. Hay que saber «cambiar», adaptarse, para hacer el mensaje más cercano, aun cuando es siempre el mismo, porque Dios no cambia sino que renueva todas las cosas en él. En la búsqueda creativa de dar a conocer a Jesús no debemos sentir miedo porque él nos precede en esa tarea. Él ya está en el hombre de hoy, y allí nos espera.
Queridos catequistas, les doy las gracias por lo que hacen, pero sobre todo porque caminan con el Pueblo de Dios. Los animo a que sean alegres mensajeros, custodios del bien y la belleza que resplandecen en la vida fiel del discípulo misionero.
Que Jesús los bendiga y la Virgen santa, verdadera «educadora de la fe», los cuide.
Y, por favor, no se olviden de rezar por mí.